Texto: Elaboración propia
Afuera de casa, el crepúsculo
hacía gala de su encanto e indescriptible belleza, asomaban los primeros rayos de
aquel domingo de noviembre, jornada festiva, que para este individuo sería muy
particular. Todavía me encontraba sumergido en la indefensión del sueño, de
repente el silencio de mis aposentos fue interrumpido por el redoblar marcial de
tambores que eran reproducidos por mi impertinente aparato celular, todavía mi
mente se encontraba aturdida y con poca o nula capacidad de razonar, sin
embargo comprendí que había llegado el día del gran desafío, y ese era el
llamado marcial que me convocaba a movilizarme, de un solo zapatazo me expulsé
de la cama y me encontré en pie de
guerra.
Como si se tratase de un
ritual celebrado para rendirle culto pagano a uno de los Dioses de la
antigüedad, me elaboré un desayuno compuesto por una serie de desagradables
brebajes y pucheros que oscilan entre; mito, alquimia, metafísica popular,
instinto animal, la broma pesada de un amigo y tal vez algo de ciencia o
nutrición. Total, en ese momento lo que verdaderamente
me importaba era alimentar mi espíritu guerrero mientras me forjaba una fuerza
de voluntad inquebrantable, ya que el adversario que debía derrotar; era yo
mismo.
Aún con las ganas de vomitar,
debido del retrogusto medio amargo y medio salado que en boca me dejaron las
sales minerales consumidas, me paré desafiante frente al alba y me dirigí a
ella diciendo en apología a los antiguos gladiadores del Imperio Romano; “Deus Sol Invictus, Este va a correr…, Te saluda”. (El invicto Dios Sol, era la
divinidad que protegía al ejército imperial de Roma). Unos minutos después, me
encontraba recorriendo a paso de trote, las calles y avenidas de la primaveral y
cosmopolita Santa Cruz.
A pesar de que muy pocas
personas tienen las condiciones de practicar profesionalmente este deporte, el esfuerzo
es disfrutado a plenitud por la mayoría de mis colegas, ya que se tiene el
honor de derrotarse a sí mismo, mientras
deliberadamente se hace caso omiso de
las cientos de señales y ordenes que te emiten el organismo y el instinto para
que te detengas. Poco importa que termines
el recorrido de último, igual te invade una sensación de auto orgullo y gloria.
Una vez en la meta y re
hidratados, luego de haber padecido calor, sudor y sed. A falta de medallas y
reconocimientos, para algunos de los míos, no puede faltar el tradicional
ritual de celebración, que es justamente donde nos deleitamos disfrutando del
aroma y el sabor de la más valiosa presea dorada que puede ostentar un fondista
aficionado, que no es otra cosa que vasos llenos de burbujeante cerveza rubia y
bien fría, para brindar derramando su cremosa espuma al ritmo de cantos y
estribillos por la nueva hazaña; Salud, Sol Invictus…
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Durante aquel trayecto de
cincuenta y cinco minutos, elaboré mil veces esta columna, construí, dilucidé y
destruí varias veces mi teoría sobre el origen del universo, dialogué con mis
filósofos preferidos, en fin, mantuve el ritmo distrayendo mi mente con temas de
fondo y otros triviales, tratando de que ésta no se percatara del malogrado estado
físico de mi cuerpo, provocado por el natural desgaste de la deshidratación, el
cansancio y la insolación.
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